lunes, 30 de noviembre de 2015

"El médico de su honra", la mujer como víctima del honor y los celos

Título: El médico de su honra. Compañía: Teatro Corsario. Versión y dirección: Jesús Peña. Intérpretes: Ana Isabel Rodríguez, Carlos Pinedo, Julio Lázaro, Luis Miguel García, Rubén Pérez, Rosa Manzano, Borja Semprún y Teresa Lázaro. Escenografía: Teatro Corsario. Vestuario: Olga Mansilla. Iluminación: Javier Martín del Río. Música: Juan Carlos Martín.


Teatro Corsario ha representado en Toledo la obra de Pedro Calderón de la Barca, El médico de su honra, uno de los dramas de honor más sólidos del autor barroco.
            Vaya por delante la alabanza al excelente trabajo dramatúrgico que presenta Jesús Peña que ha simplificado con mucho mérito las didascalias propias del barroquismo calderoniano y nos podemos imaginar perfectamente los espacios dramáticos en los que se desarrolla la acción. Excelentísima y magistral es la interpretación del conjunto de actores y actrices, con unos sobresalientes Carlos Pinedo, en el papel de don Gutierre, y Ana Isabel Rodríguez en el de doña Mencía; creo que ambos, él y ella, han entendido muy bien que lo teatral radica en la interacción de elementos (signos o códigos) que funcionan en dos discursos (el dramático y el espectacular). Da gusto oírles a recitar el verso sonoro y las frases tan abundantes de recursos retóricos; asombra lo estudiado del gesto, de las posturas, de los movimientos y del juego escénico que tan bien complementan la acción que se cuenta y representa; y conmueve la verosimilitud que todos ofrecen de las emociones cambiantes que  los personajes revelan, salvando quizá el más plano del infante don Enrique.
            De El médico de su honra podremos hacer todas las lecturas que creamos convenientes para considerarla como una obra que pueda tener un trasunto con la realidad actual. En las piezas dramáticas de Calderón mueren mujeres, en la actualidad también. No creo que esta eduque en nuestro presente. Es teatro, pero no olvidemos de contextualizarlo en su época. En El médico de su honra, el tema central, los celos y la limpieza sangrienta del honor manchado por la esposa (que aquí es una suposición pues ella es totalmente inocente), eleva al autor a la cima más desaforada de la exaltación casticista. Tenemos el planteamiento del conflicto: el triángulo amoroso entre el caballero Gutierre Alfonso Solís, su esposa, Mencía, y el hermano del Rey, el infante Don Enrique; la relación entre ellos llevará a un desenlace casi grotesco, si lo consideramos con los ojos de la actualidad. Aquí, como en todo el teatro calderoniano, los maridos son seres complejos, atormentados y conflictivos, sujetos a la rigidez del honor-opinión y a unas contradicciones evidentes. Claro que podemos ver la obra hoy, pero sin hacer mucha sociología ni parangón con la actualidad. Tenemos que ser conscientes de que en el escenario se está representando a unos personajes neuróticos capaces de razonar y argumentar, como hace don Gutierre, acerca del callejón sin salida en que el casticismo les ha colocado: los personajes son incapaces de escapar de la opresiva red ideológica expresada en el código del honor (de su época), del autoritarismo patriarcal de la institución del matrimonio y de dejar de considerar a la mujer como objeto poseído, personal e intransferible. Eso es Calderón. Quizá de aquellos polvos no superados vengan algunos lodos-lacra que aún se manifiestan en nuestra sociedad.

            El médico de su honra no es nunca un divertimento, por más que aparezca un personaje gracioso, Coquín, (muy bien encarnado por Luis Miguel García) que intente desdramatizar un poco las digresiones conceptuales que el autor permanentemente plantea. Podemos y debemos ir a buscar algunos conceptos más allá del honor (que es lo aparente en la obra y en la propuesta  de Teatro Corsario) y a buen seguro descubriremos que, además de la cuestión obvia del honor, hay otros factores sociales que subrayan las actitudes masculinas hacia la mujer, actitudes que conducen, en situaciones límite, a la deshumanización y la consiguiente victimización de la mujer. Calderón siempre pone de manifiesto que, aún con la protección masculina, las mujeres serán victimizadas por la dominación y el exceso de los hombres, y en el caso de doña Mencía, en la obra que comentamos, esta protección masculina (mal entendida) en realidad le causó la muerte.

            He escrito estas consideraciones y en modo alguno descalifico el teatro barroco, que es perfectamente representable y si, además se hace con la dignidad, la profesionalidad, el respeto a la cultura y la pasión con que lo hace Teatro Corsario, el aplauso es sobradamente merecido. Aplausos y bravos es lo que el público que llenaba el Teatro de Rojas dedicó al buen trabajo y la buena interpretación que nos ofrecieron.

domingo, 22 de noviembre de 2015

"Tres hermanas" de Anton Chejov. Entre la realidad y el deseo.


Título: Tres hermanas. Autor: Anton Chejov. Compañía: Teatro Guindalera. Dirección: Juan Pastor. Intérpretes: Victoria Dal Vera, María Pastor, Ariana Martínez, Susana Hernáiz, Aurora Herrero, Raúl Fernández, Juan Pastor, José Bustos, José Troncoso, José Maya y Carles Moreu. Dramaturgia y espacio escénico: Juan Pastor. Espacio sonoro: José Bustos y Escuela de Nuevas Músicas. Vestuario: Teresa Valentín-Gamazo. Iluminación: Sergio Balsera. Producción: Fran Ávila.

El teatro de Chejov se conforma como un mosaico de situaciones cotidianas que retratan la abulia y la tristeza de la sociedad de su tiempo y, a su vez, muestra el deseo de cambio de las personas para encontrar una vida mejor.
            En «Tres hermanas», el autor, por medio de lo que ocurre en la casa de la familia que protagoniza la obra, señala el profundo malestar de un pueblo (Rusia en su caso), vacilante entre la resignación y el presentimiento de una próxima tempestad. Algunas frases de sus personajes dan a este drama la importancia de un documento histórico: «Ha llegado el tiempo en que va avanzando hacia nosotros algo formidable; se está preparando una fuerte y sana tormenta… que borrará de nuestra sociedad la pereza, la indiferencia, la prevención contra el trabajo y el podrido aburrimiento… Trabajaré, y dentro de treinta años todos trabajarán, ¡todos!», dice Tusenbach, el oficial que ama a Irina, la más joven de las hermanas. Al final de la obra el trabajo es casi un grito, pues para Chejov, el trabajar es el gran secreto; expiar con un trabajo infatigable, los siglos de ignorancia, injusticia y miseria que oprimieron al pueblo.

            En ese eje se mueven Olga, Masha e Irina, las tres hermanas que dan título a esta obra y que, junto a su hermano Andrei, forman una familia venida a menos pero que cuenta con una casa grande y confortable, donde se tiene por costumbre organizar reuniones sociales y recibir a militares en sus momentos de distracción. Pero la gran aspiración para esta familia es irse a Moscú, que para ellos es el símbolo de una vida mejor. Sin embargo, el tiempo pasa, entra en escena la prometida y luego esposa de Andréi, que se adueñará de la situación, el propio Andrei, por deudas de juego, hipoteca la casa, los amantes o mueren o se van, los deseos no se concretan y se termina por respirar un cierto fracaso cuyo único consuelo es el trabajo. En el fondo, la frustración va a ser la compañera de las vidas de estas mujeres, que son presas de su propia condición de mujer y de su situación social.
            «Tres hermanas» es una pieza clásica, compuesta hace más de un siglo, pero que aún tiene vigencia porque trata temas universales: el paso del tiempo, el recuerdo de los que nos precedieron, los anhelos y los sueños incumplidos, la monotonía y el aburrimiento de la vida gris y sin horizontes, el matrimonio de conveniencia como única salida para algunas mujeres, las relaciones familiares conflictivas, el amor y desamor…
            En la propuesta escénica que hace Teatro Guindalera se respeta las esencias de Chejov, aunque se permiten las licencias teatrales oportunas para que las situaciones puedan servir como símbolos en el mundo actual. El espectáculo lo podemos analizar como si de un cuadro impresionista se tratara; se suceden pinceladas de la cotidianeidad de una vida anodina, como si fueran colores que no tienen relación entre ellos. Pero si con reflexión nos alejamos un poco y miramos el conjunto mejor, recibimos la impresión extraordinaria de encontrarnos frente a un cuadro claro e indiscutible. En esa creación que da unidad a la diversidad es en la que vemos el excelente trabajo creativo del grupo y la extraordinaria labor del director/pintor, Juan Pastor, que logra un cuadro teatral pleno de arte.
            Es de valorar el amplio elenco y el gran esfuerzo colectivo que supone levantar sobre las tablas hoy, en tiempos de escasez, espectáculos como este. La producción y la manera de «producir en compañía» es una experiencia que se debiera contar con amplitud.
            Es preciso destacar un montaje bello y poético, realizado con esmero, donde se han cuidado todos los detalles escenográficos, desde los trabajados figurines a la iluminación adecuada o el acierto en la elección de la música que ha acompañado como un marco más el desarrollo de diversas escenas.

         Hablar de buen teatro es hacerlo, además del texto y la dramaturgia, de la interpretación. Los once actores y actrices han estado fabulosos. Ahora bien, hay papeles que se prestan más al lucimiento; en esta obra los personajes femeninos están más elaborados y viven momentos muy emotivos, especialmente las tres hermanas, educadas en una intelectualidad ociosa, que contrastan sus diferentes caracteres, atormentados a veces, pero tienen una idea común: huir del entorno en el que viven y manifestar el deseo de ir a Moscú donde piensan materializar sus sueños. La fuerza interpretativa de María Pastor dibuja una Masha llena de matices; la versatilidad de Victoria Dal Vera logra una Olga estoica y verosímil en las cambiantes situaciones en las que se mueve; Ariana Martínez perfila una Irina que domina con angelical razón el sistema de relaciones personales. Perfecta Susana Hernáiz interpretando una Natacha que equilibra la tímida entrada en la familia con el cinturón que desentona, que evoluciona a lo largo de la obra y termina imponiendo su dominio y su carácter a todos los demás. Aurora Herrero, siempre en su sitio, encarna a la marginal Afinsa con naturalidad y con algunos momentos de sublime emoción. A los hombres, el autor les reserva un papel de títeres, pero son necesarios; y hay que ser muy profesional para representar elementos humanos casi coreográficos en este drama; Raúl Fernández (Andrei), Juan Pastor (Chebutikin), José Bustos (Tusenbach), José Troncoso (Soliony), José Maya (Kuliguin) y Carles Moreu (Vershinin), aunque el contenido de sus papeles sea menor, su interpretación es sobresaliente.

            Hemos visto un clásico en el teatro de Rojas que quizás se hace un poco largo, pero que ha sido aplaudido con entusiasmo por el público que llenaba el recinto.

domingo, 15 de noviembre de 2015

¿Yo qué hago para mejorar el mundo?


Es evidente que el mundo no está bien hecho. No es verdad que no pase nada. El antiguo mito religioso cristiano ya nos avisa de que los dos primeros hermanos tuvieron más que palabras, o al menos uno de ellos pasó de de sus pensamientos a las manos y, con una quijada de burro, ¡el muy asno! mató al otro. Si esos fueron los principios, ¿cómo nos vamos a asustar hoy de que en París o en Ankara o en Beirut haya ocurrido lo que ha ocurrido en estos últimos días? Nos repatea pero aquí pasó lo de siempre, murieron cuatro romanos y cinco cartagineses. Y los demás, los que no estamos en el foco de esa violencia, jugamos a la impostura, a la condolencia, a la pose, a la lágrima de cocodrilo, a rompernos la camisa haciendo aspavientos, a lo que sea para salir en la foto y en las redes. Pero ¿qué hacemos cada día cada uno de nosotros para que este mundo que no está bien hecho, porque los dioses se debieron descuidar un poco, sea algo mejor? Declaraciones de un día hacemos. Poco más. Mañana olvido. Hay mucho trabajo por delante tras tanta impostura. Habrá quienes ahora tengan deseos de matar todo lo que se mueva, a toda persona que piense distinto, incluso apuntando a la cabeza de los fanáticos. Yo no iría por ahí. Primero me preguntaría: ¿quién arma a los que han vaciado su cabeza de razones humanas? Acaso se encuentre entre nosotros quien se lleva el diez por ciento. Yo no reprimiría el pensamiento, ni prohibiría nada que impida la libertad, pero tendría más cuidado para que no se organicen estos pueblos y estas gentes que tienen gangrenada la mente. En los valores debemos creer todos los días, no solo el posterior al atentado en que nos “imposturamos” llenos de pésame y lágrimas para la foto. La libertad, la democracia y la tolerancia tenemos que defenderlas actuando, y quien más poder tienen más tienen que hacer para que estos valores comunes se respeten. Valores y palabras. Mas la palabra puede ser también engañosa, y servir para lo contario de lo que, idealmente, debe ser utilizada; por eso encontramos que muchas veces estamos utilizando una palabra pervertida, desvirtuada y convertida en instrumento de confusión y engaño. También se echa con frecuencia mano de los dioses. Vamos a dejar los dioses a un lado. Ellos, se llamen como se llamen, no se meten en estos barullos. Y si existen y algo hicieron bueno, entre ello está el darnos el libre albedrío, que es algo maravilloso en lo que algunos que mucho pían entre nosotros no creen. Y más allá de los valores y la incomunicación o la comunicación falaz, en el fondo de las sociedades trágicas y desiguales que en el mundo habitan está el fetichismo del poderoso dinero, que aumenta el valor de las cosas y disminuye el de los seres humanos, a los que cosifica. ¡Horror! ¿Quiénes son los dueños del dinero? Un siniestro refrán afirma que “Sobre dinero no hay amistad”. ¡Cómo vamos a predicar tanto los valores! Quizá en esta desigualdad creada por el dinero está la base de fanatismos ideológicos y de violencias. Por eso, me sigo preguntando ¿qué hago yo para mejorar el mundo? Y con poca esperanza me respondo: lo que otros acaso, croar como las ranas.

sábado, 14 de noviembre de 2015

“Celestina, la tragicomedia”, un clásico muy moderno


Título: Celestina, la tragicomedia. Autor: Fernando de Rojas. Versión y adaptación y dirección: Ricardo Iniesta. Compañía: Atalaya. Intérpretes: Carmen Gallardo, Raúl Vera, Silvia Garzón, Manuel Asensio, Jerónimo Arenal, María Sanz y Lidia Mauduit. Vestuario y escenografía: Equipo de la Atalaya. Iluminación: Alejandro Conesa. Música: Luis Navarro. Producción: Ángela Gentil.


Atalaya ha logrado una Celestina moderna y creíble con la sólida base del respeto a los ejes conceptuales del texto original y la creación de una dramaturgia imaginativa, en la que ha destacado el gesto y movimiento de actores, la ocupación del espacio, la funcionalidad de los elementos, una antológica iluminación y una interpretación desenfadada que ha roto los moldes habituales del teatro clásico.
La puesta en escena de Celestina, la tragicomedia, como obra coral, pretende ser un espectáculo total que integra en la representación la expresión corporal, la voz declamada y cantada, el ballet y el movimiento continuo de la escenografía que conforma un todo simbiótico con el grupo de actores.
Es muy perceptible el argumento básico de La Celestina, la obra original, en el que el joven y rico Calixto se enamora arrebatadamente de Melibea y consigue los favores de la dama con la intermediación de la “puta vieja” Celestina. Una noche, tras la visita clandestina y gozosa al jardín de Melibea, Calixto muere al caer por las tapias del huerto; Melibea, incapaz de vivir sin su amante, se suicida.
En esta adaptación teatral se pierden muchos matices del realismo crudo y social del original, pero aún podemos darnos cuenta de que los personajes tienen conciencia de sí mismos y de su valor como personas, que tienen una voluntad imperativa de vivir y actuar. Nos hacen ver que la realización del ser humano se consigue gracias a la acción, que se traduce no solo en el ansia y el goce de vivir, sino también en la intensidad de este. Podríamos decir que los personajes viven con prisa y que, por ello, los protagonistas (Celestina, Calixto, Melibea, Pármeno y Sempronio) “madrugaron a morir”. Y es evidente cómo el sistema de relaciones de la sociedad que representan fracasa ante el fetichismo y la realidad del dinero, lo que, al fin, desencadenará la tragedia.

Sin entrar en demasiadas profundidades, esta propuesta, con su excelente dramaturgia, conforma un espectáculo total que llega muy bien a públicos muy diversos y especialmente al joven. El montaje, con una plástica extraordinaria, que en momentos nos recuerda el dibujo animado y hasta el “manga” japonés, es muy idóneo para difundir un clásico tan complejo y clave como es La Celestina.
Muy interesante el trabajo de Ricardo Iniesta para dirigir una pieza que se distingue por un ritmo apresurado en la acción, unos actores que hacen uso de permanentes cambios de registro y una escenografía modular que es como un personaje más. Excelente trabajo interpretativo de conjunto, del que hay que entresacar a Silvia Garzón que encarna una Melibea poderosa, que sabe distinguir y mostrar con su voz y con su gesto los estados emocionales de un personaje que cambia su psicología según avanzan las acciones de la obra; y una sobresaliente Carmen Gallardo, que compone una Celestina rica de matices y que con su sola presencia es capaz de llenar y dominar toda la escena.
Quizá haya algunos elementos discordantes que chirrían un poco: la música en ocasiones impide entender el texto (el ejemplo más evidente es el monólogo final de Melibea, que es clave para comprender la ideología esencial de la obra), las letras de las canciones no se captan (bien es cierto que algunas se cantan en idiomas no castellanos) y no se termina de saber qué papel tienen en la representación (la canción final, tras el planto de Pleberio, probablemente a la dramaturgia del espectáculo le aporte algo que el director sí tiene interiorizado, pero que al conocedor de La Celestina le sobra); el personaje de Lucrecia está exagerado en la memez y el de Centurio rompe el equilibrio con una sobreactuación exagerada; por el contrario, Calixto presenta un talante bastante plano, casi de puro “amor cortés”, por más que su comienzo tenga una dicción mecánica y poco natural, aunque crece positivamente en el desarrollo de la obra.

De Celestina, la tragicomedia que nos ha ofrecido Atalaya se puede concluir que es “un clásico muy moderno” que encanta al público, que enseña y divierte, y que deja tan buen sabor de boca que dan ganas de volver a verla otra vez. En la representación escolar mañanera, los alumnos y alumnas que acudieron al Teatro de Rojas aplaudieron con ganas una puesta en escena de las que sirven para hacer adeptos teatrales entre los jóvenes. En la presencia vespertina para el público en general, las personas que llenaban la sala también mostraron su efusión con las palmas y se adivinaba en sus rostros la satisfacción de haber pasado un buen rato.

sábado, 31 de octubre de 2015

El desafío escénico del teatro fecal

 Título: Las presidentas. Autor: Werner Schwab. Compañía: La Cantera. Dirección: Juan Dolores Caballero. Intérpretes: Ana Marzoa, Paca Gabaldón y Alicia Sánchez. Diseño de escenografía: Juan Dolores Caballero. Diseño de vestuario: Eva del Palacio  y Fernando Aguado. Iluminación: Mario Salas. Producción: Ángel Luis Colado

 Para hacer una crítica seria y justa de esta obra, "Las presidentas", y no tratar de engañar a los espectadores que asistan sin ser avisados del contenido que van a ver en esta función que, con mucho atrevimiento y buen trabajo, propone La Cantera Producciones Teatrales, hay que saber que fue la primera de Werner Schwab (1958-1994), autor austriaco, de infancia difícil, bebedor empedernido, del que se dice que escribía sus obras a altas horas de la noche mientras escuchaba música a todo volumen, y que fue encontrado muerto por intoxicación alcohólica el 1 de enero de 1994. También hay que saber que su obra se inscribe en lo que los alemanes llaman no ya “teatro escatológico”, sino directamente “teatro fecal”.
"Las presidentas", obra que hemos podido ver en el Teatro de Rojas, se estrenó en Viena en 1990, le valió a Schwab ser reconocido en 1992 con el premio al mejor autor teatral, otorgado por la Unión de críticos europeos.
Este preámbulo solo quiere justificar lo que escribiré a continuación y el evitar la opinión apresurada de aquellos espectadores que, ante el regodeo morboso del texto en situaciones sórdidas, asquerosas y repugnantes han podido llegar a pensar que este teatro es una mierda y abandonan la sala.
Yo, sorprendido también con un texto que no conocía, pero no alejado del concepto de este tipo de teatro que sí me es cercano, escribo desde el sosiego para decir que “Las presidentas”, en las que han realizado un trabajo encomiable Paca Gabaldón y Ana Marzoa y simplemente excepcional, Alicia Sánchez, es una especie de “esperpento austriaco”, descarnado, incisivo, corrosivo y desagradable que realiza una furibunda crítica social, desde las claves del humor negro, a la sociedad del bienestar y a los pilares de la sociedad biempensante: la familia, la religión y el Estado. Es lo que podemos llamar con toda las letras verdadero teatro antiburgués.
El propio Werner Schwab debió de pensar, tras su propia peripecia vital, que la “vida era una mierda”, pero que esa mierda estaba sustentada en causas perfectamente reconocibles, y no se reprime ni en el léxico ni en las ideas para poner sobre la escena ese mundo podrido, en el que la gente se engaña con la impostura, con la mentira, con el disimulo y con la ficción de la ilusión.  Yo afirmo que “Las presidentas”, aunque nos apeste en las narices y nos den arcadas ante lo que oímos o vemos representar, es un texto con fuerza, con contenido, en el que los elementos hiperrealistas se dan la mano con los puramente surrealistas, y todo se propone con desmesura y sumerge al público en una atmósfera inquietante, cargada de ironía, donde confluyen el drama y el humor. Es una obra del género grotesco que se enmarca en la corriente del expresionismo alemán y la renueva y que no es ajena a la muy natural y austriaca comedia negra. En cierto modo, este teatro revisionista y extremo ha sido calificado a veces como postmoderno.
En síntesis, esta obra que mantiene las unidades de tiempo y de lugar, pero en la que las acciones parecen no existir, salvo que `por acción entendamos más los monólogos que las conversaciones que mantienen tres mujeres de pocos posibles, ya maduras y con pensiones mínimas, que conviven en un edificio popular y viejo, pobre en suma, que se enfrentan no solo a las penurias de su existencia, sino a su soledad y a las ficciones con las que se engañan unas a otras y a sí mismas. No dialogan para compartir problemas y solidarizarse, sino para hacer más patente el estado morboso en el que viven. Esa falta de interacción y diálogo (es muy llamativo como se suelen expresar en tercera persona) hace que la obra nos parezca un concierto a tres voces, donde cada personaje mantiene su protagonismo amurallado. Por su carácter inverosímil y a la vez grotesco, se lleva la palma el personaje absolutamente fecal de Mariedl, interpretado por Alicia Sánchez.
Werner Schwab juega una partida de ajedrez con tres peones  y contrapone los planos del sueño y la verdad, la realidad y el deseo y nos muestra con estos tres peones/mujeres la metáfora de quien vive la impostura tras la capa de la fabulación y el espejismo; quizá  y sin quizá, es la metáfora de Austria, la patria del autor. Cuando ese pacto de ficción en el que viven es violado por uno de los personajes, la fecal Mariedl, que se atreve a realizar un discurso sobre la verdadera realidad,  las otras dos se abalanzan sobre ella y le cortan el cuello, con lo que, ya puestos a describir de manera escatológica, diré que la sangre de la muerta rima con la mierda interior de las asesinas.
Buen trabajo de dirección de Juan Dolores Caballero para equilibrar a tres actrices de larga trayectoria y sobrada profesionalidad, aunque, en mi opinión, debieran enunciar la frase con más nitidez, especialmente Ana Marzoa, a la que muchos finales de enunciados no se le terminaban de entender. La escenografía realista es coherente con el contenido de la obra. La iluminación delimita perfectamente los espacios escénicos. La interpretación hay que calificarla de excelente en los personajes encarnados por Ana Marzoa y Paca Gabaldón y “de premio” la de Alicia Sánchez.
          Y, como coda, tengo que afirmar que, si no nos paramos a buscar lo que hay detrás de las palabras y de las situaciones que el autor plantea en “La presidentas”, nos quedaremos con una panorámica completa sobre la defecación en todos sus pormenores, algo que viene a ocupar más o menos un tercio de la representación y que es lo que, sin duda, muchos espectadores no han podido soportar y han abandonado la sala con la poca educación en muchos de ellos de salir taconeando sobre la madera del suelo. Pero no hay que rasgarse las vestiduras, esto también es el teatro.

sábado, 24 de octubre de 2015

El mercader de Venecia de Shakespeare/Vasco, ¡genial!

 Con Eduardo  Vasco en el Teatro de Rojas

Título: El mercader de Venecia. Autor: William Shakespeare. Versión: Yolanda Pallín. Compañía: Noviembre. Dirección: Eduardo Vasco. Intérpretes: Arturo Querejeta, Toni Agustí, Isabel Rodes, Francisco Rojas, Fernando Sendino, Rafael Ortiz, Héctor Carballo, Cristina Adua, Lorena López y Jorge Bedoya. Escenografía: Carolina González. Vestuario: Lorenzo Caprile. Iluminación: Miguel Ángel Camacho. Selección y adecuación musical: Eduardo Vasco, sobre piezas de J. Brahms y F. Schubert. Producción: Miguel Ángel Alcántara.

Arturo Querejeta como Shylock


El mercader de Venecia de William Shakespeare, en versión de Yolanda Pallín, con la dirección de Eduardo Vasco, que ha puesto sobre las tablas del teatro de Rojas la compañía Noviembre, es sencillamente genial.
Si de Shakespeare podemos afirmar que, más que pertenecer a una época, es de todos los tiempos, con la propuesta de Eduardo Vasco esta afirmación se hace enteramente real. La esencia de la obra, la acción, se mantiene como el creador la imaginó; el texto lo ha aligerado Yolanda Pallín y lo ha actualizado incluso con algunas referencias graciosas más propias de nuestro mundo que de la Inglaterra del XVI, para facilitar la comprensión; el tiempo en el que se desarrolla la acción lo imagina Vasco en una evanescente época romántica, de la que hacen gala los figurines de Lorenzo Caprile, más los masculinos que los femeninos; y la escenografía es del género imaginativo, funcional y minimalista propio de esta época en la que vivimos.
El mercader de Venecia es uno de los dramas “acomediados” (hay momentos dramáticos y otros más amables incluso graciosos) más célebres de Shakespeare, con una acción de una trama compleja que se puede simplificar en los siguientes aspectos: Bassanio, noble veneciano, ama a Porcia, dama bella y rica. Para ser su pretendiente necesita tres mil ducados, que, como no los tiene, se los pide prestados a su amigo el mercader Antonio, pero este no dispone de liquidez, que espera conseguir en breve cuando lleguen los diversos barcos que en los que tiene su inversión. Para salvar la dificultad y ayudar al amigo, Antonio pide un préstamo al judío Shylock, a quien en ocasiones ha tratado con desprecio. Cierra el contrato con una cláusula singular: Shylock obtendrá una libra de carne de Antonio si este no le devuelve el dinero en el tiempo fijado. Entretanto, los pretendientes de Porcia van pasando por una extraña prueba en la que tienen que elegir entre tres cofres. Uno tras otro eligen el cofre equivocado al señalar siempre los más valiosos, excepto Bassanio que acierta con la fórmula y logra su propósito. La hija de Shylock se fuga con un amigo de Bassanio y el judío enloquece. Los barcos de Antonio, uno tras otro, naufragan, con lo que el mercader pierde su fortuna y no puede devolver al judío el dinero en la fecha convenida. Finalmente se celebra un juicio en el que únicamente la inteligencia de Porcia, disfrazada de abogado, logra desenmarañar la madeja legal en que se encuentra atrapado Antonio y que, con una sagaz interpretación de las leyes y de la letra del contrato las tornas se vuelvan contra Shylock.
En realidad, Shakespeare propone el enfrentamiento de emociones, valores y sentimientos universales positivos y negativos: amor y odio, desprecio y deseo de venganza, ambición, engaño, el imperio de la ley y su interpretación, la avaricia, la usura, las cláusulas abusivas de los contratos, el perdón, la búsqueda de libertad de las mujeres frente a la opresión de la familia, la rigidez de las creencias, la amistad, y la clemencia.
Pero todos estos conceptos que ayudan a la reflexión, quedan perfectamente hilados en la dramaturgia que se propone y que gira esencialmente alrededor de la figura de ese gran personaje teatral que es Shylock, el usurero judío que fija en el contrato de préstamo la cláusula para cobrárselo con una libra de carne del mercader veneciano Antonio. Alrededor de este asunto se desarrollan otras acciones, también importantes, de las relaciones amorosas de tres parejas y las situaciones familiares singulares de dos de ellas por su relación desigual, bien sea por diferencias económicas, religiosas o sociales. Pero será el valor de la clemencia el que se destaque y el que resuelva las diferentes situaciones con finales que no llevan al desastre. Como bien se dice en uno de los pasajes más citados de la obra: “La naturaleza de la clemencia consiste en no ser forzada; ella desciende dulcemente como la suave lluvia del cielo sobre la tierra que tiene debajo; es dos veces bendita; bendice al que la concede y al que la recibe… la clemencia atempera la justicia”.
El mercader de Venecia es una gran obra clásica, ajustada por un creador moderno en plena madurez teatral, Eduardo Vasco, a la escena que hoy se requiere. Su trabajo es perfecto en la concepción general y en los detalles, en la dirección de los actores y en el logro de un equilibrio en la representación, en la que todo parece sencillo y natural, aunque es perceptible que cada gesto, cada movimiento, cada cambio en los escasos elementos escenográficos, cada diálogo que se acelera o se entrecorta, cada música que suena, cada matiz de la iluminación…todo está perfectamente estudiado y calibrado.
Todo sería nada sin la labor profesional de Noviembre, una compañía que nos ha deleitado con una interpretación sublime. Toni Agustí ha dibujado un Bassanio romántico y apasionado; Francisco Rojas ha vestido con pulcritud los estados de éxito, de fracaso, de amistad y de aceptación de la ley de Antonio; Rafael Ortiz ha sabido medir con exactitud la simpatía de Lanzarote; Héctor Carballo (Lorenzo), Fernando Sendino (Graciano), Cristina Adua (Yéssica), Lorena López (Nerissa) y Jorge Bedoya (pianista y Salerio) han estado excelentes y han sabido combinar los momentos pintorescos con los más serios con maestría; Isabel Rodes ha encarnado una Porcia espléndida, con la fuerza y la seguridad de quien, además de las acciones que le pide la escena, está dando vida a la dignidad de la mujer en un mundo de hombres; y el gran Arturo Querejeta una vez más parece que hace fácil lo difícil y ha representado un Shylock con la maestría de no hacer del personaje ni un avaro, ni un racista, ni un depravado, sino un ser humano con las muchas caras a que le obligan las cambiantes circunstancias.
El mercader de Venecia de la compañía Noviembre es puro teatro, un placer para la cultura y una delicia para los espectadores que, con espectáculos como este, refuerzan su autoestima como consumidores apasionados de un arte eterno.

sábado, 10 de octubre de 2015

Un Don Gil muy divertido, con faldas y a lo loco

Título: Don Gil de las calzas verdes. Autor: Tirso de Molina. Compañía: Ensamble Bufo. Dirección: Hugo Nieto. Dramaturgia: Alberto Gálvez. Intérpretes: Jorge Muñoz, Natalia Erice, Sara Moraleda, Samuel Viyuela, Rafa Maza/Didier Otaorla y María Besant. Vestuario: Paola de Diego. Iluminación: Felipe Ramos. Música: Miguel Magdalena. Producción: Teatro de Acción Candente.

El Teatro de Rojas de Toledo nos ha ofrecido el estreno nacional de la obra de Tirso de Molina Don Gil de las calzas verdes, en versión actualizada de Alberto Gálvez. ¡Una gozada! La compañía Ensamble Bufo ha puesto en escena un texto fresco que ha respetado la esencia de lo clásico y lo ha complementado con el desenfado de la modernidad. Los enredos de Tirso de Molina se han tejido y destejido con referencias a personas y situaciones de nuestro mundo, con un toque de humor provocante a risa muy de agradecer.
Si ya en el teatro de Tirso de Molina lucen las mujeres atrevidas y complejas, con conciencia y personalidad propias, bien perfiladas y con un sentido del honor que las acerca más al mundo de hoy que al propio en el que fueron creadas, en esta propuesta escénica el desenfado, el movimiento, el protagonismo y la dignidad de la mujer adquieren un realce especial, que solo lo equilibra en ocasiones el gracioso y asombrado criado Caramanchel.
La comedia es un alarde de enredos que se entrecruzan con la utilización de herramientas tan teatrales como el travestismo (la mujer vestida de hombre, en este caso), las identidades falsas, los engaños o la pérdida y hallazgo de cartas u objetos. La dramaturgia de Alberto Gálvez mejora el propio texto de Tirso, pues de vez en cuando realiza aclaraciones al espectador, al que ayuda a mantener presentes todos los hilos de la madeja. Aligerar a un clásico sin echarlo a perder y favorecer la teatralidad y la comprensión de la obra es un arte que no todos tienen y del que sí se hace gala en esta dramaturgia.
Este Don Gil de las calzas verdes, sin obviar la reflexión sobre ese mundo avaro de hombres (encarnado en personajes masculinos) que basan su vida en el puro interés frente a otras emociones más humanas, es un divertimento entretenido, en el que, por supuesto, las mujeres engañan a los hombres y no solo a los hombres, sino también a otras mujeres. Tirso de Molina subvierte el orden de los valores de su época; y en esta propuesta se mantiene la subversión y la ironía y la finura crítica del autor, pero se da un mayor sesgo humorístico, que no trivializa la obra, sino que la actualiza y la hace accesible al público heterogéneo de nuestro tiempo.
Ensamble Bufo ha realizado sobre las tablas del Rojas un trabajo extraordinario de representación en el conjunto y en los matices, en los movimientos y en la ocupación de la escena, en la expresión corporal y en los más pequeños gestos, y en una dicción del verso muy clara, que respetaba en equilibrio el ritmo sintáctico (algo poco habitual y muy de agradecer) y la rima. Fluidez y agilidad sí, pero sin dar cuartos a la estridencia. Cada signo estaba perfectamente articulado y coordinado en el sistema. La labor de Hugo Nieto y sus ayudantes en la dirección de actores hay que significarla especialmente.
Un espacio escénico funcional, con ausencia de toda referencia realista pero perfectamente estudiado, para que el vacío adquiriera significación real, y magníficamente iluminado, ha servido para que la acción fluya sin entorpecer la trama. El vestuario ha respondido a un diseño innovador muy interesante. La música de Miguel Magdalenainterpretada en escena también ha contribuido al conjunto del espectáculo tanto por su poder evocador como por la capacidad de aligerar y a la vez compartimentar la representación.
La función, tras lo dicho, adquiere su verdadera dimensión con la interpretación milimétrica de unas actrices y unos actores que no han dejado ni un ápice a la improvisación y no por ello han perdido naturalidad y coherencia. Lo serio y lo gracioso, la verdad y el engaño, la sugerencia y el mensaje directo han estado perfectamente diseñados, perfilados y puestos sobre la escena con una profesionalidad que dice mucho del trabajo minucioso que se ha debido hacer antes del estreno. El espectador sabe que todo es teatral pero lo encuentra perfectamente verosímil. Jorge Muñoz ha encarnado un Caramanchel pleno de matices con mucha gracia y sin dejarse arrastrar hacia la farsa; Samuel Viyuela ha modelado un don Pedro y un don Juan creíbles, más recio el don Pedro y más endeble el don Juan; el actor que hacía el papel de don Martín ha cumplido con creces; las actrices, espléndidas las tres; María Besant ha dibujado una doña Inés con una alegría contagiosa; Natalia Erice, en los papeles de Quintana y doña Clara, ha sabido moverse entre la energía y la emoción; y la talaverana Sara Moraleda ha dominado las tablas con empaque de cerámica, es decir, pura artesanía interpretativa.
Enhorabuena a la productora Teatro de Acción Candente por recrear este Don Gil de las calzas verdes, que, a buen seguro, tras este estreno en Toledo, va a triunfar en todos los escenarios en los que tengan ocasión de subirse.

miércoles, 7 de octubre de 2015

España en deconstrucción


La deconstrucción de España está en proceso. Aquí no se construye nada serio. Se multiplican los trozos del espejo roto que refleja la multirrealidad. Deconstruir es desmontar un concepto o una construcción intelectual por medio de su análisis, mostrando así sus contradicciones y ambigüedades. Lo poco positivo de este caso de España en deconstrucción es que no es para analizar y resolver las contradicciones, sino para que cada uno de los deconstructores arrimen el ascua a su sardina en el ansiado camino de alcanzar el poder, la influencia y el capital. España se deconstruye en los discursos y en los hechos. Los españoles y quienes reniegan de esta imagen de marca tampoco es que tengan cuerpo de análisis y cabeza para la reflexión. Aquí la masa es más del “Cuéntame” y del “Sálvame de luxe” y, si sale una vicepresidenta del gobierno o un candidato a la Generalitat bailando en una tele, se olvida de todas las tragedias y de todos los refugiados del mundo. España es así, o mejor, está así, pues me parece que hoy domina la circunstancia sobre la esencia. Ya sé que no está bien visto ir de intelectual y que dicha palabra hay personas que te la arrojan encima como si te tirasen una pedrada. Pero no estaría de más que resucitásemos al filósofo postestructuralista Jacques Derrida y su método deconstructivo para ver si logramos entender cómo se ha construido el concepto de España surgido en la Transición, a partir de un análisis sin complejos del proceso histórico y la acumulación de metáforas, para mostrarnos que lo que nos parecía claro y evidente dista de serlo. Con buena voluntad y con altura de miras, a partir de ahí podríamos construir la España del presente. Claro que en este mediático suelo patrio de políticos ágrafos, cocineros y cocinillas, donde el rey anda desnudo, si hablas de deconstrucción, la inmensa mayoría, ilustrados incluidos, pensarán en la tortilla de patatas servida en vaso por Ferran Adrià Acosta. Mientras tanto el proceso deconstructivo sigue, paso a paso, baile a baile, bostezo a bostezo, plasma a plasma, federalismo simétrico o asimétrico (¡qué es eso! ¡deconstrúyemelo, Ferran, que no sé cómo comérmelo!)… Pero cómo les pongo yo a mis compatriotas, estos que pasan de España o a los que la encumbran en la emoción irracional, o a los que hacen trizas al Estado, a leer “Ser y tiempo” de Heidegger, que casi estaría más en lo nuestro con su término “Destruktion” (destrucción) que el mismo Derrida con el suyo (deconstrucción). Dejémoslo ser. Esto no tiene buena pinta. España casi se deconstruye sola, porque entre unos y otros la destruyen o la reducen a la nada. ¿Pesimista? Quizá sí, pero es que la realidad de lo que veo, donde se considera más pertinente un baile que una ideología o una idea, no me abre el horizonte a la esperanza. Siento la deconstrucción o la interpreto o agarro el rábano por las hojas, ¡qué se le va a hacer! como  algo que revisa y disuelve el canon en una negación absoluta de significado y que no propone un modelo orgánico alternativo. ¡Jajajaja! Me ha dado un aire. ¡Ferrán! Deconstrúyeme España, ¡lo tuyo es arte!
“Dignidad”: un descenso a lo profundo, y nada ético, de la política



Título: Dignidad. Autor: Ignasi Vidal. Dirección: Juan José Afonso. Intérpretes: Ignasi Vidal y Pablo Puyol. Escenografía e iluminación: Sergio Gracia. Vestuario: Félix Ramiro.

En el Teatro de Rojas se ha representado “Dignidad”, un texto de Ignasi Vidal que podríamos etiquetar como de “realismo político crudo”. Se trata de una conversación entre dos integrantes de la ejecutiva de un partido político ficticio (cualquiera vale, para los efectos), en la que se van sacando los trapos sucios de la organización y todo lo que hay que hacer para alcanzar, permanecer y beneficiarse del poder a costa de lo que sea. El mensaje teatral pone sobre el escenario, en boca de los actores, todo eso que los políticos esconden tras la “ilusión” que venden en los discursos y los tópicos demagógicos que desgranan para lograr la aceptación y el voto de la gente. Luego lo que hacen es algo bien distinto y nada tiene que ver con los ideales de “buenismo” universal y regeneración de la humanidad que predican. Vamos, que la inspiración del autor la podemos comprobar cada día en cualquier medio de comunicación. La “dignidad” del título viene a ser una impostura más, un deseo, la parte de un eslogan, pero algo que no existe, según la pieza teatral, en el mundo de la política que se describe. La verdad que se quiere significar es la gran diferencia que hay entre lo que percibe el ciudadano, tras los mensajes filtrados y la información sesgada de los partidos políticos, y la desconocida realidad de lo que ocurre o puede ocurrir en los despachos.
El autor, Ignasi Vidal, y los dos actores que representan la obra, Pablo Puyol y el propio Ignasi Vidal, juegan esta partida con un buen ritmo interpretativo, sin altibajos, y salen de la crudeza de la “indignidad” con algunas escenas de humor caricaturesco, que el público agradece con su risa. Los hilos invisibles del ovillo de un partido político quedan al descubierto al destejerse la madeja, según la conversación avanza, y quedar al aire las vísceras, las miserias, las inmoralidades y las corrupciones que llevan a cabo miembros individualmente y, a veces, en connivencia con otros. Sin embargo nunca se habla de bases, sino de quienes están al sonruedo del poder y han dedicado toda su existencia a vivir/cobrar de la política.
La obra, además de lo descarnado de la situación, propone una conclusión aterradora, el suicidio del corrupto, para, así, salvar la situación de la organización. Sin embargo, el final es aún más aterrador, pues, para que la corrupción no aflore, lo que se apunta es el asesinato del que iba a denunciar. Esa conclusión maquiavélica del todo vale y el fin justifica los medios no puede ser, evidentemente, la moraleja. La falta de ética nunca es una enseñanza. Por eso, sin duda, el final es una huida hacia adelante del autor, una ficción ¿desmesurada? y nada tiene que ver con ese “realismo crudo” con el que ante he calificado la pieza.
La obra da más de sí que esta descripción teatral de la política. La conversación entre dos tipos bien distintos (uno de ellos perfectamente reconocible por la iconografía y el lenguaje con los que se manifiesta) ahonda en la reflexión sobre conceptos como la honradez, la fidelidad a las ideas, la lealtad al partido y a los compañeros, las ambiciones, los miedos, las ilusiones, lo evanescente de las ideologías y lo que el poder cambia a las personas. Tras las miserias humanas, el autor parece querer hacer también una reflexión sobre la amistad y cómo la amistad se traiciona cuando el poder ciega la mente y alimenta la transgresión de los valores.
“Dignidad” es una obra digna para verla sin pasión, con ciertas dosis de realismo crítico y con la idea de que lo que se cuenta/representa no es la realidad tal cual, sino un trasunto de ella. Lo que sí se saca claro es que los corruptos son recalcitrantes y renuncian a ideas, ideologías y amistades con tal de satisfacer su avaricia. Considero que esta obra, como otras muchas que realizan reflexiones sociales, son necesarias para que el público no solo se entretenga, sino que reflexione sobre la realidad en la que vive y el engaño permanente al que se le somete. Ignasi Vidal nos deja muchas preguntas en el aire: los políticos ¿son héroes o villanos?, ¿lo dan todo (como suelen decir) y se sacrifican o lo que hacen es por afán de poder, influencia social y lucro personal?, ¿se encierran en su microcosmos y pierden el sentido de la realidad?
Juan José Afonso ha ido planteando la obra como los asaltos de un combate de boxeo que termina en tablas. La conversación no decae y el protagonismo va pasando de un actor a otro sin solución de continuidad. El equilibrio es uno de sus logros. Ignasi Vidal y Pablo Puyol han recreado a sus personajes con mucha coherencia y con la naturalidad y verosimilitud que requería la idiosincrasia de cada uno. La escenografía es sencilla, pero muy apropiada para no distraer la dialéctica. El prólogo y el epílogo en vídeo resultan esenciales para la comprensión de la obra. La iluminación muy acertada para matizar lo blanco de la camisa de uno y el gris del otro. Y el vestuario, del toledano Félix Ramiro, muy adecuado y en los moldes y en la línea a los que nos tiene acostumbrados el diseñador.
“Dignidad” fue merecedora del aplauso de los escasos asistentes, provocado, sin duda por los cambios de programación sobrevenidos ajenos al propio teatro, que estuvieron en el Teatro de Rojas. Recomiendo a quienes esto lean que, si tiene ocasión de verla en otro escenario, no se la pierdan.