sábado, 5 de noviembre de 2016

¡Mi reino por un caballo! Ricardo III: el poder sin escrúpulos

Título: Ricardo III. Autor: William Shakespeare. Versión: Yolanda Pallín. Compañía: Noviembre. Dirección: Eduardo Vasco. Intérpretes: Arturo Querejeta, Charo Amador, Fernando Sendino, Isabel Rodes, Rafael Ortiz, Cristina Adúa, Toni Agustí, José Luis Massó, José Vicente Ramos, Jorge Bedoya, Guillermo Serrano. Escenografía: Carolina González. Vestuario: Lorenzo Caprile. Iluminación: Miguel Ángel Camacho. Música: Janácek/Vasco.


De un personaje sin carisma, moralmente malo y reprobable, de pensamiento retorcido, de espíritu venenoso y de cuerpo deforme, Eduardo Querejeta erige un monumento a la interpretación. Este Gloucester/Ricardo III quedará en la historia del teatro como un modelo de actuación que aúna un sinfín de registros expresivos que van desde la excelente dicción, con todos los tonos que modulan el matiz significativo de la palabra y de la frase, a la abundancia de gestos y la expresión corporal en su conjunto. En Querejeta nada es impostado y, si lo es, no lo parece.

            Yolanda Pallín en la versión de esta Tragedia del rey Ricardo III y Eduardo Vasco en la dirección han realizado un trabajo de orfebrería con el texto de Shakespeare, para servir en bandeja un producto escénico exquisito. La delicadeza y la finura con la que han desbrozado el material “gore” del texto original viene a ser como -permítaseme la metáfora- ofrecer bordado en seda lo que antes era cañamazo.

            Ricardo III es en el fondo una simple intriga palaciega en la que el ansia de poder todo lo trabuca. Alguien tiene el poder, y hay otro que quiere quitárselo, y allí es cuando empiezan los líos. El relato de la historia, no es necesario anclarlo en el tiempo real (desde luego en esta versión que dirige Eduardo Vasco el tiempo de la acción es ahistórico en las formas aunque los personajes nos remitan a momentos de la historia de Inglaterra), se puede sintetizar en el siguiente argumento: Tras una larga guerra civil, Inglaterra disfruta de un periodo de paz bajo el reinado de Eduardo IV. Ricardo, duque de Gloucester, tras relatar la manera en que se ha producido la ascensión al poder de su hermano, revela su envidia y sus ambiciosos deseos. Él, jorobado y deforme, no se conforma con su estado y planea conseguir el trono a cualquier precio, eliminando todos los impedimentos que pueda encontrar en el camino. No tiene empacho en eliminar a sus dos hermanos con tal de llegar al trono. Pero la lista de atrocidades se suceden. Se casa con la viuda de su antiguo enemigo, manda matar a sus sobrinos, extermina a los cortesanos que le estorban, y al final se queda más solo con sus demonios interiores. Y, tras la aparición de algo tan clásico en el teatro shakesperiano como el mundo fantasmal, que le trae malos augurios, se produce la rebelión de sus agraviados y la batalla de Bosworth, en la que Ricardo es derrotado y muere, y en cuya escena se pronuncia una de las frases más archiconocidas del teatro: “Un caballo, un caballo, mi reino por un caballo”.
            Rey y villano, Ricardo, ambicioso desmedido, hipócrita, enredador sin escrúpulos, intrigante, mentiroso por interés, de carácter vigoroso pero poco sutil, es el símbolo del poder absoluto desalmado que genera soledad, desasosiego y unas pesadillas que le persiguen pero no le vencen, pues su naturaleza es más fuerte que su conciencia torturada. Y todo símbolo lleva consigo algo de lección que nos enseña a conocer el corazón humano.
            Esta propuesta teatral del grupo Noviembre es muy contemporánea en toda su concepción dramatúrgica sobre la base de un texto clásico (refinado, como dije antes) de una indiscutible universalidad y vigencia, aunque en esta ocasión no se quiera hacer expresionismo realista de esa vigencia, como sí se ha producido en otras versiones recientes. Aún así se puede hacer una traslación a la situación del mundo actual, donde la intriga desde los fondos oscuros provoca que los cadáveres políticos se sucedan y donde la adulación y la traición suelen ir de la mano.
            La dirección impecable y de una elaborada sabiduría de Eduardo Vasco origina que cada detalle, cada movimiento, cada gesto, cada acorde musical, cada canción, cada transición, cada mudarse de unos personajes a otros, cada fraseo, cada diálogo…sirva para elaborar e innovar un plato teatral a la altura de lo mejor que se haya cocido en El Bulli, valga la comparación.
            La interpretación coral sobresaliente, con un trabajo minucioso. Me encanta la manera de decir clara y la entonación, que rompe un poco algunos esquemas muy extendidos, en los que las oraciones no parecen acabar nunca con los finales en suspensión en vez de en las normales cadencias o anticadencias propias de su modalidad. Huelga repetir las alabanzas ya escritas a la creación que realiza Arturo Querejeta.
            En una escenografía funcional, donde los elementos como la maleta, los baúles o las cajas, además de funcionar como delimitadores de contextos espaciales, se llenan de significados trasladados (metonimias), se desarrolla esta dramaturgia, en la que la iluminación y la música, instrumental y cantada, son elementos clave para definir aspectos del mensaje. Así mismo, los figurines de Lorenzo Caprile aportan equilibrio, singularidad y elegancia y yo diría que también comodidad para los actores y actrices.
            En suma, la compañía Noviembre nos ha obsequiado con uno más de sus excelentes montajes shakesperianos. Teatro del grande este Ricardo III, que ha resultado un espectáculo inteligente, refinado, divertido (sí, divertido), intenso, ágil, entretenido, reflexivo y aleccionador, construido con tal maestría que convierte la profundidad de un clásico en una función popular.
            El público en pie, que han gozado sobradamente en el Teatro de Rojas, ha gritado más ¡bravo! que nunca y ha obligado con sus aplausos a que los actores salgan a saludar media docena de veces.

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